NO sé lo que está pasando en este ocaso de los dioses que está viviendo Europa y su “calidad de vida” pero me siento como el grupo de estudiantes de Viernes 13, a punto de ser descuartizado por una bestia malévola que no estaba invitada a la fiesta ni se le esperaba. Y lo peor de todo es que me temo que el final de este culebrón guardará similitudes con el film. Es decir, aquí no se salva ni dios.
Llevamos al menos dos años en pleno proceso de decantación de poderes entre las instituciones europeas y los gobiernos soberanos de Alemania y Francia. Hemos visto cómo los órganos comunes se replegaban mientras los dos motores de Europa desplegaban poderío como un pavo real en celo. Un tándem, por lo visto, destinado a rescatar las esencias de la unión monetaria frente a los perversos mercados empeñados en hundir a este Titanic del euro que hace aguas sobre todo por el Mediterraneo.
Al final, de la pareja, parece que sólo queda uno, es decir una. A la que nadie entiende muy bien pero se le permiten todas las licencias. De las instituciones europeas no se tiene ni noticia. De los gobiernos “soberanos” sólo quedan los restos porque tanto a las economías como a los políticos se los ha llevado la crisis. De la Unión Europea sólo queda el espíritu y de la zona euro sólo nos quedan incógnitas. Entre tanto, “nosecuantos” millones de ciudadanos de la UE asistimos impávidos y perplejos a esos trasiegos de palacio cuyos resultados no generan más que zozobra y pesadumbre. La última ocurrencia aireada por diarios alemanes es que el tándem de prevalencia germanófila está planteando a sus colegas galos una especie de pacto entre estados para implantar una mayor integración fiscal, pasándose así “por el forro” la opinión de las instituciones europeas y la de los 27 países que las integran. Y Van Rompuy y Barroso de gira por la estratosfera mientras se prepara el acta de defunción de la UE.
Pero lo que se cuece en la parte alta escuece, y mucho, entre los ciudadanos de a pié. Es cierto que hemos sido derrochones, que nos hemos endeudado hasta las cartolas y que lo que teníamos ha pasado a sus verdaderos dueños, a los bancos. Pero alguien habrá incentivado este desenfreno. Lo suyo sería compartir las consecuencias.
Pero no. Los beneficios han sido para unos pocos a los que además se les incentiva su buena gestión con bonus multimillonarios mientras las miserias se socializan. En definitiva, todo patas arriba. Ni la UE funciona ni los estados son soberanos. Aquí los verdaderos protagonistas son los mercados, son los que manejan la motosierra que nos va a descuartizar a todos. Creo que no sólo hay que refundar el sistema económico, sino también el político, el institucional, el sindical, el ciudadano y hasta el doméstico para evitar una segunda parte de Viernes 13 antes de que nos falle la memoria.
jueves, 1 de diciembre de 2011
martes, 1 de noviembre de 2011
Uno a uno
DOS casos similares que se han dado a conocer en el intervalo de apenas diez días me han dejado perplejo y a la vez compungido. Uno de ellos ha dado la vuelta al mundo por la crueldad extrema que representa y, sobre todo, porque lo han grabado las cámaras de seguridad y ha podido ser difundido por las televisiones de todo el planeta. La historia, ocurrida en la provincia China de Cantón, es realmente espeluznante. Una niña de dos años es atropellada por una furgoneta que pasa hasta dos veces por encima del cuerpo de la pequeña que queda tendida en el asfalto. Dieciocho, sí, dieciocho personas pasan junto al cuerpo roto sin inmutarse. Las cámaras perciben de repente a un ser humano. Una mujer de edad avanzada recoge el cuerpo inerte y trata de socorrer a la niña trasladándola a un hospital. Entre las dieciocho personas, además del conductor, no había ningún invidente aunque sí muchos desalmados. Podría ser su hija, pero no lo es.
Las imágenes han dado la vuelta al mundo. El fallecimiento de la pequeña, dos días después, apenas mereció unas líneas en los diarios. Como no había imágenes, las televisiones lo obviaron. Unos días más tarde, en otra provincia China, un niño de cinco años fue atropellado por un camión cuyo conductor al ver que el pequeño seguía con vida trato de rematarlo.
Hizo otra pasada sobre el cuerpo inanimado y consiguió su objetivo. Era mejor negociar con sus padres una indemnización por el fallecimiento que pagar los gastos del hospital, mucho más gravosos para sus arcas.
Como no había transcurrido mucho tiempo desde el suceso anterior, y además de esto no había imágenes, el asunto se liquidó en los periódicos con un “breve”.
Posiblemente en días sucesivos se habrán repetido hechos similares pero, por reiterativos, han desaparecido hasta de los “breves”. Cuando sean miles los niños muertos en estas circunstancias aparecerán en las estadísticas oficiales de Tráfico. Pero sin historia personal, sólo un guarismo.
Parece que las tragedias no lo son tanto si los muertos no se cuentan por miles. Sólo así se remueven sentimientos y conciencias y se movilizan las ayudas humanitarias en un derroche de solidaridad interplanetaria.
Posiblemente los dieciocho “suecos” de Cantón y el transportista, lúcido en el cálculo de costes, hayan visto con horror las imágenes del terremoto de Haití o las más recientes de Turquía. Se han colado en su hogar a través de la televisión. Y hasta tendrán una mascota a la que adoran. Pero la calle es la calle y ahí estamos esperando a alcanzar de un momento a otro los siete mil millones de personas.
Y en esas magnitudes las personas sólo cuentan por millares o por millones. No queda espacio ni sentimiento para las particularidades. Creo que fue precisamente un sabio chino quien acuñó el aforismo de que una carrera de mil kilómetros empieza por el primer paso. Sin éste, nunca se llegará al final. Siete mil millones de personas son siete mil millones de individuos. Uno a uno.
Las imágenes han dado la vuelta al mundo. El fallecimiento de la pequeña, dos días después, apenas mereció unas líneas en los diarios. Como no había imágenes, las televisiones lo obviaron. Unos días más tarde, en otra provincia China, un niño de cinco años fue atropellado por un camión cuyo conductor al ver que el pequeño seguía con vida trato de rematarlo.
Hizo otra pasada sobre el cuerpo inanimado y consiguió su objetivo. Era mejor negociar con sus padres una indemnización por el fallecimiento que pagar los gastos del hospital, mucho más gravosos para sus arcas.
Como no había transcurrido mucho tiempo desde el suceso anterior, y además de esto no había imágenes, el asunto se liquidó en los periódicos con un “breve”.
Posiblemente en días sucesivos se habrán repetido hechos similares pero, por reiterativos, han desaparecido hasta de los “breves”. Cuando sean miles los niños muertos en estas circunstancias aparecerán en las estadísticas oficiales de Tráfico. Pero sin historia personal, sólo un guarismo.
Parece que las tragedias no lo son tanto si los muertos no se cuentan por miles. Sólo así se remueven sentimientos y conciencias y se movilizan las ayudas humanitarias en un derroche de solidaridad interplanetaria.
Posiblemente los dieciocho “suecos” de Cantón y el transportista, lúcido en el cálculo de costes, hayan visto con horror las imágenes del terremoto de Haití o las más recientes de Turquía. Se han colado en su hogar a través de la televisión. Y hasta tendrán una mascota a la que adoran. Pero la calle es la calle y ahí estamos esperando a alcanzar de un momento a otro los siete mil millones de personas.
Y en esas magnitudes las personas sólo cuentan por millares o por millones. No queda espacio ni sentimiento para las particularidades. Creo que fue precisamente un sabio chino quien acuñó el aforismo de que una carrera de mil kilómetros empieza por el primer paso. Sin éste, nunca se llegará al final. Siete mil millones de personas son siete mil millones de individuos. Uno a uno.
sábado, 1 de octubre de 2011
dejemos hablar al "ruido"
MUCHO se ha especulado a lo largo de la historia con la búsqueda de un lenguaje común que traspasara las fronteras idiomáticas y nos permitiera expresarnos sin esos intermediarios o interpretes habituales a los que siempre se les quedan los matices en el zurrón. Esos pequeños matices de los que depende en muchas ocasiones la buena o mala interpretación de las palabras del prójimo, incluso hablando el mismo idioma. Esa travesía, aún inacabada, nos ha inducido muchas veces a tratar de universalizar una lengua ya conocida o a inventarnos un nuevo vocabulario con sus correspondientes reglas ortográficas y gramaticales. Pero ninguna de esas propuestas ha llegado a generalizarse lo suficiente. Ni el francés ha convencido a toda la diplomacia del planeta, ni el esperanto ha pasado de ser una anécdota, ni el inglés, quizá la lengua más próxima a lo que pretendemos, ha dejado de ser una asignatura pendiente en muchos países. Ahora la moda es el chino porque en breve se van a convertir en los amos del mundo. Lo que no se es qué chino, porque en ese gigante hablan cuatro lenguas oficiales y tienen más de mil dialectos que nada tienen que ver entre sí. Y eso sin entrar en la dificultad que entraña aprender una lengua gutural con más caracteres que los millones de chinos que lo hablan.
Total que seguimos en esa pelea empecinados en una línea de investigación ya fracasada o que al menos ha tocado fondo.
No entiendo por qué no exploramos más en las capacidades humanas, en su poder de asimilación de otras formas de comunicarse, en la explotación de otros ámbitos que no sea el puramente verbal. Por qué no exploramos más el ruido. Sí, la música. Eso que Napoleón consideraba el menos molesto de los ruidos. Esa forma universal de comunicar sentimientos, sensaciones, inquietudes, ese metalenguaje que se percibe con todos sus matices aunque no sepamos nada sobre cómo se ha construido. Porque lo importante es lo que se comunica. Y ese “ruido” transmite. Se entiende y es solidario y positivo.
Es además el mayor exponente de la interculturalidad entendida como elemento de fusión entre razas y pueblos, como ámbito de conexión entre amigos y enemigos, donde la armonía diluye el conflicto en los sonidos que la transmiten. Ese sí es un lenguaje universal que hablan algunos, entendemos todos y no necesita intérpretes.
Dejemos hablar al “ruido” cuando nos separen los idiomas y las palabras. Quizá nos entendamos mejor sintiendo lo mismo.
Total que seguimos en esa pelea empecinados en una línea de investigación ya fracasada o que al menos ha tocado fondo.
No entiendo por qué no exploramos más en las capacidades humanas, en su poder de asimilación de otras formas de comunicarse, en la explotación de otros ámbitos que no sea el puramente verbal. Por qué no exploramos más el ruido. Sí, la música. Eso que Napoleón consideraba el menos molesto de los ruidos. Esa forma universal de comunicar sentimientos, sensaciones, inquietudes, ese metalenguaje que se percibe con todos sus matices aunque no sepamos nada sobre cómo se ha construido. Porque lo importante es lo que se comunica. Y ese “ruido” transmite. Se entiende y es solidario y positivo.
Es además el mayor exponente de la interculturalidad entendida como elemento de fusión entre razas y pueblos, como ámbito de conexión entre amigos y enemigos, donde la armonía diluye el conflicto en los sonidos que la transmiten. Ese sí es un lenguaje universal que hablan algunos, entendemos todos y no necesita intérpretes.
Dejemos hablar al “ruido” cuando nos separen los idiomas y las palabras. Quizá nos entendamos mejor sintiendo lo mismo.
viernes, 1 de abril de 2011
Fukushima, el último juguete roto
SIEMPRE se ha dicho que cuando las fuerzas de la Naturaleza deciden poner al hombre en su sitio no hay capacidad humana ni técnica que las pueda controlar. La historia está llena de terremotos, seísmos, huracanes, maremotos… y así hasta dejar a las “siete plagas” de Egipto como una pequeña onda en un vaso de agua. Es lo que tiene la Naturaleza, que cada vez que estornuda nos rebaja la soberbia hasta devolvernos a nuestra condición de inquilinos pasajeros en el planeta, como individuos y como especie.
Pero el hombre tiene una tendencia innata a imitar a los dioses que él mismo ha creado para suplir sus propias carencias. Y en ese “juego” a ser “divino” es capaz generar fenómenos que ni él mismo puede controlar ni la Naturaleza sabe administrar porque son algo exógeno a su propia esencia.
El mejor ejemplo de esos delirios de grandeza lo están viviendo ahora los japoneses y lo siguen viviendo desde hace veinticinco años los habitantes de Chernobil.
Fukushima es el último juguete roto. Un juguete de tecnología punta manejado por la que se supone ingeniería más avanzada del planeta. Pues bien, toda esa tecnología y toda esa ingeniería son incapaces de recomponer algo que ellos mismos habían construido y desde luego ni ellos ni el resto de expertos del mundo mundial pueden ni saben hacer nada para evitar las consecuencias. Es lo que tiene jugar a ser dioses y olvidarnos de nuestra condición de falibles mortales.
Como dicen los expertos en psicología aplicada, a la hora de tomar decisiones es muy importante saber hasta dónde puedes llegar para que la propia decisión no te supere. Pero como dice la sabiduría popular, siempre encontraremos a un culpable. En este caso el tsunami.
En definitiva, la conjunción de fuerzas de la naturaleza con la colaboración necesaria y alevosa de la especie humana, nos han conducido a un desastre todavía no cuantificable y que evidentemente dejaremos en herencia a todo lo que asome por este mundo sea persona, planta, animal o extraterrestre.
Deberíamos aprender de la propia Naturaleza que sufre sus convulsiones sin llegar a poner en riesgo su propia existencia. Nosotros en cambio, como somos tan poderosos que creamos hasta dioses, somos capaces de arriesgar nuestra vida, la del resto de especies y la de los que no han nacido. Total, provocar un cambio climático sólo supone un poquito más de calorcillo.
Pero el hombre tiene una tendencia innata a imitar a los dioses que él mismo ha creado para suplir sus propias carencias. Y en ese “juego” a ser “divino” es capaz generar fenómenos que ni él mismo puede controlar ni la Naturaleza sabe administrar porque son algo exógeno a su propia esencia.
El mejor ejemplo de esos delirios de grandeza lo están viviendo ahora los japoneses y lo siguen viviendo desde hace veinticinco años los habitantes de Chernobil.
Fukushima es el último juguete roto. Un juguete de tecnología punta manejado por la que se supone ingeniería más avanzada del planeta. Pues bien, toda esa tecnología y toda esa ingeniería son incapaces de recomponer algo que ellos mismos habían construido y desde luego ni ellos ni el resto de expertos del mundo mundial pueden ni saben hacer nada para evitar las consecuencias. Es lo que tiene jugar a ser dioses y olvidarnos de nuestra condición de falibles mortales.
Como dicen los expertos en psicología aplicada, a la hora de tomar decisiones es muy importante saber hasta dónde puedes llegar para que la propia decisión no te supere. Pero como dice la sabiduría popular, siempre encontraremos a un culpable. En este caso el tsunami.
En definitiva, la conjunción de fuerzas de la naturaleza con la colaboración necesaria y alevosa de la especie humana, nos han conducido a un desastre todavía no cuantificable y que evidentemente dejaremos en herencia a todo lo que asome por este mundo sea persona, planta, animal o extraterrestre.
Deberíamos aprender de la propia Naturaleza que sufre sus convulsiones sin llegar a poner en riesgo su propia existencia. Nosotros en cambio, como somos tan poderosos que creamos hasta dioses, somos capaces de arriesgar nuestra vida, la del resto de especies y la de los que no han nacido. Total, provocar un cambio climático sólo supone un poquito más de calorcillo.
sábado, 1 de enero de 2011
el coraje de dar ejemplo
RECONOCER que uno padece una enfermedad grave puede que tenga unos efectos personales beneficiosos para afrontar con mayor entereza esa cruz. Pero esas derivas sicológicas, tan subjetivas como desconocidas, las tienen que evaluar los propios afectados y sus médicos. Habrá quien esté de acuerdo y quien no, sobre todo porque muchos de nosotros no nos la reconoceríamos ni a nosotros mismos. Son mecanismos de defensa tan antiguos como la vida misma. Lo que vulgarmente se ha llamado la política del avestruz que, aunque el animalito habite en África, su filosofía se extiende por todo el planeta.
En cambio, cuando el reconocimiento de esa enfermedad se hace en público, con luz y taquígrafos, las consecuencias personales son mucho más imprevisibles y la deriva sociológica entra en una dimensión digna de análisis.
Han sido muchos los famosos que afectados de graves dolencias han dedicado su vida y mucho de su dinero a fomentar las fundaciones y los estudios en su empeño por ganar esa batalla contra el tiempo. Han transformado sus costumbres, sus hábitos y sus relaciones, como si la enfermedad les hubiera cogido haciendo lo que no debían. No cabe duda de que su contribución a la ciencia y, en consecuencia, a la curación de otras personas, es meritoria.
Pero hay otras personas de gran notoriedad a las que la enfermedad les ha cogido haciendo lo que querían y lo que debían. No han cambiado sus costumbres ni sus hábitos ni sus relaciones ni su trabajo. Porque ese es el sentido de su vida antes y después. Me refiero al Alcalde Iñaki Azkuna y a su ejemplo de coraje personal y su compromiso consigo mismo y con los ciudadanos de Bilbao. Además de gestionar a diario las cosas mundanas del municipio transformando la ciudad y haciéndola más amable para sus habitantes, sabe gestionar y liderar también los comportamientos ante la adversidad, afrontar lo que muchos de sus ciudadanos también padecen. Porque la ciudad no son sólo bienes inmuebles, parques y jardines; son también sus habitantes, sus miserias y sus virtudes, sus temores y sus inquietudes.
Iñaki Azkuna es el Alcalde. Sigue dando sentido a su vida, a su trabajo y a su vocación de servicio, antes y después. Sin que la adversidad le cambie el rumbo porque tiene la brújula bien orientada.
En cambio, cuando el reconocimiento de esa enfermedad se hace en público, con luz y taquígrafos, las consecuencias personales son mucho más imprevisibles y la deriva sociológica entra en una dimensión digna de análisis.
Han sido muchos los famosos que afectados de graves dolencias han dedicado su vida y mucho de su dinero a fomentar las fundaciones y los estudios en su empeño por ganar esa batalla contra el tiempo. Han transformado sus costumbres, sus hábitos y sus relaciones, como si la enfermedad les hubiera cogido haciendo lo que no debían. No cabe duda de que su contribución a la ciencia y, en consecuencia, a la curación de otras personas, es meritoria.
Pero hay otras personas de gran notoriedad a las que la enfermedad les ha cogido haciendo lo que querían y lo que debían. No han cambiado sus costumbres ni sus hábitos ni sus relaciones ni su trabajo. Porque ese es el sentido de su vida antes y después. Me refiero al Alcalde Iñaki Azkuna y a su ejemplo de coraje personal y su compromiso consigo mismo y con los ciudadanos de Bilbao. Además de gestionar a diario las cosas mundanas del municipio transformando la ciudad y haciéndola más amable para sus habitantes, sabe gestionar y liderar también los comportamientos ante la adversidad, afrontar lo que muchos de sus ciudadanos también padecen. Porque la ciudad no son sólo bienes inmuebles, parques y jardines; son también sus habitantes, sus miserias y sus virtudes, sus temores y sus inquietudes.
Iñaki Azkuna es el Alcalde. Sigue dando sentido a su vida, a su trabajo y a su vocación de servicio, antes y después. Sin que la adversidad le cambie el rumbo porque tiene la brújula bien orientada.
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