SIEMPRE se ha dicho que cuando las fuerzas de la Naturaleza deciden poner al hombre en su sitio no hay capacidad humana ni técnica que las pueda controlar. La historia está llena de terremotos, seísmos, huracanes, maremotos… y así hasta dejar a las “siete plagas” de Egipto como una pequeña onda en un vaso de agua. Es lo que tiene la Naturaleza, que cada vez que estornuda nos rebaja la soberbia hasta devolvernos a nuestra condición de inquilinos pasajeros en el planeta, como individuos y como especie.
Pero el hombre tiene una tendencia innata a imitar a los dioses que él mismo ha creado para suplir sus propias carencias. Y en ese “juego” a ser “divino” es capaz generar fenómenos que ni él mismo puede controlar ni la Naturaleza sabe administrar porque son algo exógeno a su propia esencia.
El mejor ejemplo de esos delirios de grandeza lo están viviendo ahora los japoneses y lo siguen viviendo desde hace veinticinco años los habitantes de Chernobil.
Fukushima es el último juguete roto. Un juguete de tecnología punta manejado por la que se supone ingeniería más avanzada del planeta. Pues bien, toda esa tecnología y toda esa ingeniería son incapaces de recomponer algo que ellos mismos habían construido y desde luego ni ellos ni el resto de expertos del mundo mundial pueden ni saben hacer nada para evitar las consecuencias. Es lo que tiene jugar a ser dioses y olvidarnos de nuestra condición de falibles mortales.
Como dicen los expertos en psicología aplicada, a la hora de tomar decisiones es muy importante saber hasta dónde puedes llegar para que la propia decisión no te supere. Pero como dice la sabiduría popular, siempre encontraremos a un culpable. En este caso el tsunami.
En definitiva, la conjunción de fuerzas de la naturaleza con la colaboración necesaria y alevosa de la especie humana, nos han conducido a un desastre todavía no cuantificable y que evidentemente dejaremos en herencia a todo lo que asome por este mundo sea persona, planta, animal o extraterrestre.
Deberíamos aprender de la propia Naturaleza que sufre sus convulsiones sin llegar a poner en riesgo su propia existencia. Nosotros en cambio, como somos tan poderosos que creamos hasta dioses, somos capaces de arriesgar nuestra vida, la del resto de especies y la de los que no han nacido. Total, provocar un cambio climático sólo supone un poquito más de calorcillo.
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