MUCHO se ha especulado a lo largo de la historia con la búsqueda de un lenguaje común que traspasara las fronteras idiomáticas y nos permitiera expresarnos sin esos intermediarios o interpretes habituales a los que siempre se les quedan los matices en el zurrón. Esos pequeños matices de los que depende en muchas ocasiones la buena o mala interpretación de las palabras del prójimo, incluso hablando el mismo idioma. Esa travesía, aún inacabada, nos ha inducido muchas veces a tratar de universalizar una lengua ya conocida o a inventarnos un nuevo vocabulario con sus correspondientes reglas ortográficas y gramaticales. Pero ninguna de esas propuestas ha llegado a generalizarse lo suficiente. Ni el francés ha convencido a toda la diplomacia del planeta, ni el esperanto ha pasado de ser una anécdota, ni el inglés, quizá la lengua más próxima a lo que pretendemos, ha dejado de ser una asignatura pendiente en muchos países. Ahora la moda es el chino porque en breve se van a convertir en los amos del mundo. Lo que no se es qué chino, porque en ese gigante hablan cuatro lenguas oficiales y tienen más de mil dialectos que nada tienen que ver entre sí. Y eso sin entrar en la dificultad que entraña aprender una lengua gutural con más caracteres que los millones de chinos que lo hablan.
Total que seguimos en esa pelea empecinados en una línea de investigación ya fracasada o que al menos ha tocado fondo.
No entiendo por qué no exploramos más en las capacidades humanas, en su poder de asimilación de otras formas de comunicarse, en la explotación de otros ámbitos que no sea el puramente verbal. Por qué no exploramos más el ruido. Sí, la música. Eso que Napoleón consideraba el menos molesto de los ruidos. Esa forma universal de comunicar sentimientos, sensaciones, inquietudes, ese metalenguaje que se percibe con todos sus matices aunque no sepamos nada sobre cómo se ha construido. Porque lo importante es lo que se comunica. Y ese “ruido” transmite. Se entiende y es solidario y positivo.
Es además el mayor exponente de la interculturalidad entendida como elemento de fusión entre razas y pueblos, como ámbito de conexión entre amigos y enemigos, donde la armonía diluye el conflicto en los sonidos que la transmiten. Ese sí es un lenguaje universal que hablan algunos, entendemos todos y no necesita intérpretes.
Dejemos hablar al “ruido” cuando nos separen los idiomas y las palabras. Quizá nos entendamos mejor sintiendo lo mismo.
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