No tengo ni idea de cuántas empresas, organismos, instituciones o
particulares tienen datos personales, y muy personales, sobre mí. Cada
formulario que relleno, hasta para la cosa más nimia, se me antoja una
confesión obligada de intimidades cuyo valor para otra persona no alcanzo a
comprender. En realidad, que yo sea consciente, no tengo nada que ocultar. Como
todos en la vida, habré cometido aciertos y errores. Pero tampoco me apetece
ser un figurante de ese “gran hermano” en el que se ha convertido la
globalización para alimentar las nuevas tecnologías y su explotación por parte
de una mercadotecnia intrusa, invasiva e insolente. Se cuelan en nuestra
intimidad, violentan nuestra vida familiar y nos hacen perder mucho tiempo
aunque solo sea borrando mails.
Entiendo que, en muchos casos, todas esas bases de datos bien
administradas pueden tener un beneficio directo sobre las personas como la
curación de enfermedades y los estudios genéticos que pueden prevenir males
mayores. Entiendo que la sanidad y la seguridad públicas dispongan de los datos
necesarios para hacer su trabajo dentro de unas garantías deontológicas y de
legalidad. Pero no entiendo por qué figuro en cientos o miles de archivos que
me bombardean a diario con propuestas que ni he pedido ni me interesan. No sé
cómo me han incluido pero sí estoy seguro de que esa red me ha atrapado sin
ninguna posibilidad de enmienda.
Ahora, por si fuera poco, en algunos países se está empezando a incluir obligatoriamente
la confesión religiosa entre los datos que tienen que aportar sus ciudadanos.
Las constituciones democráticas regulan expresamente la libertad de culto,
sexo, ideología o cualquier otro ámbito de la intimidad de las personas. Lo del
culto, digo yo, será por si hay que investigar terroristas. Luego será la
ideología la que haya que consignar. Por lo visto les parece una buena formar
de identificar corruptos, rojos o separatistas. Y no digo nada de cuando nos
fichen hasta las tendencias sexuales. Aquí querrán buscar amantes, cornudos y
cornudas, infidelidades y hasta bastardos no identificados.
Lo último es la huella digital para comprobar que somos los que decimos
ser. Como si fuéramos analfabetos y no supiéramos escribir y firmar. Demasiada
tecnología para tan poca efectividad.
La verdad es que estoy empezando a ver coartada mi libertad de sexo,
religión, ideología y ciudadanía. Y estoy empezando a sospechar de que se nos
considere a todos sospechosos. Creo que es ilegítimo aprovechar tiempos
convulsos para rebanar espacios de libertad que los ciudadanos nunca más vamos
a recuperar. Lo dicho, “el gran hermano” nos ha fichado y de ahí no sale ya
nadie. Solo nos queda la libertad de pensamiento. Pero es mejor no decirlo, por
si acaso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario