Estamos viviendo unos tiempos de
aflicción política y económica que no pronostican sino el preludio de una nueva
concepción de entender la res publica.
Una nueva concepción que está adquiriendo cuerpo entre los ciudadanos y cuyos
cimientos están enraizados en la desconfianza, la desesperación y el hartazgo
por los comportamientos de algunos facinerosos, crueles y desconsiderados con
la ciudadanía. Algo similar está ocurriendo con las entidades bancarias en las
que depositábamos nuestros pequeños ahorros, abríamos la cartilla de nuestros
hijos y acudíamos religiosamente cada mes para ponerla al día y tener por
escrito el montante de nuestro pequeño tesoro.
En los primeros depositábamos nuestra
confianza para gobernar, y en los segundos nuestros ahorros para que los
gobernaran. Salvo los descreídos a
perpetuidad, esos listillos que abundan en todas las comunidades, nadie dudaba
de que nuestros votos y nuestros dineros estaban a buen recaudo. Nuestros propósitos de mejora social, unos ahorros con vocación de estabilizar nuestro futuro, unas aspiraciones de mejora laboral, y la esperanza de dejar un mundo mejor que el que habíamos heredado, se han ido al traste. Hemos pasado de ser la generación que se alimentó de la capacidad de trabajo y sufrimiento de nuestros padres, la que emergió como clase media acomodada, a ser la generación de los sueños rotos. La soberbia o la inconsciencia de pensar que todo era trigo no ha hecho sino desestabilizar el futuro de nuestros hijos.
No pienso que todos los políticos o los banqueros sean de la misma calaña, pero los que han sido, han sido tan poderosos en su alevosía que han acabado por hundir a un país y arrastrar los sueños de sus millones de ciudadanos a un pozo de incertidumbres sin fondo.
Mantengo la confianza en que este proceso de desinfección política, de saneamiento de las cloacas del poder corrupto, lleve a todos los responsables primero, a la cárcel, que es su hábitat natural, y en segundo lugar, al vertedero de la historia, que es donde se depositan los detritus de la sociedad.
Parecía que en el cargo iba la decencia.
Pues va a ser que no. Hay que comprobar primero la decencia y decidir después si se les concede la confianza del cargo. Que hay muchos que se la merecen porque actúan con decencia, aunque esa faceta la oculte y la contamine el comportamiento de los sinvergüenzas.
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