SÉ que la juventud es
un bien a proteger y un patrimonio común con el que nos jugamos nuestra propia
supervivencia como sociedad. Porque sin ellos no hay futuro y sin futuro no
pintamos nada aquí. Hay una gran preocupación por el empleo de nuestros jóvenes,
por el retraso inevitable que ello conlleva a la hora de materializar sus proyectos
de vida, por la incertidumbre que acecha su porvenir y, en consecuencia, por la
sostenibilidad del propio sistema.
Recuerdo hace muchos
años en un viaje de trabajo a Argentina, entonces el país más inflacionista del
mundo, que una de las cosas que más me llamó la atención fue la convivencia perversa
entre la pobreza extrema y unos ciudadanos con un nivel cultural y educativo muy
elevado. El grado de frustración y desapego que impregnaba la convivencia, a
pesar del nivel de formación o quizá por eso, estaba generando un magma social
muy próximo a la erupción. Muchos de sus ciudadanos hablaban de la situación
del país en tercera persona, desde la distancia y la desafección. Eran las voces
del desarraigo, de la impotencia, del distanciamiento con el lugar y la
situación en la que estaban condenados a vivir. Un divorcio entre pueblo y
poder, fuera político o económico.
Llevo tiempo
percibiendo una sensación similar entre nuestros jóvenes y los no tan jóvenes.
Nuestra cohesión lleva camino de convertirse en una desconexión. Hay mucha
formación y poca ocupación. El presente nos ciega el futuro y la distancia es
cada vez mayor. Estamos en un presente continuo que no avanza, y lo que no avanza
no prospera, languidece y se va marchitando.
O ligamos el presente y
el futuro a los jóvenes, a sus proyectos de vida, a su empleo y a su desarrollo
integral como personas o nos iremos consumiendo como sociedad hasta parecer una
broma de lo que podíamos haber sido.
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