HE seguido con cierta zozobra el juicio que se ha celebrado
contra una joven pianista condenada por el vecindario y a punto de ser
condenada por lo que llaman justicia. Le pedían nada menos que siete años de
reclusión por ejercitarse en casa con el instrumento para llegar a ser una
buena profesional. Evidentemente ningún estudiante acaba una carrera superior
si solo le dedica las horas lectivas contempladas en el itinerario académico.
El tesón, la disciplina y el compromiso con ellos mismos les exige un esfuerzo adicional
que traza la línea de futuro entre los buenos y los malos profesionales. Pero
claro, los que estudian música meten “ruido”.
Esa vista ha mantenido en vilo a cientos de padres de
Euskadi, y a miles de vecinos taimados que sopesaban el momento de abalanzarse sobre
esa presa que perturba el bullicio humano latente en cualquier vecindario.
Porque lo que se dice silencio no es precisamente lo que más abunda en las
comunidades.
Todos, estudiantes, padres y vecinos esperaban el desenlace,
pero con intereses contrapuestos. Por lo visto se habían agotado las vías del diálogo
y la negociación de horarios, y los márgenes de tolerancia habían llegado ya al
borde del precipicio, donde sólo queda dar el paso atrás o la caída al vacío.
Ni los vecinos pueden cambiar de casa ni los estudiantes van a abandonar una vocación
que quieren convertir en profesión. Difícil papeleta para un juez.
El desenlace de esta causa, profusamente difundida por los
medios, podía haber desencadenado una cascada de pleitos que pusieran en tela
de juicio una de las artes más nobles que ha creado el hombre. Porque hoy por
hoy los estudiantes de música no tienen ninguna alternativa para ensayar que no
sean los propios centros lectivos en los que las aulas son escasas. A los
estudios deben sumarse las habilidades técnicas que exigen de por vida horas y
horas de ensayo. Las aulas de cultura de los pueblos vascos tampoco disponen de
espacios adecuados.
Los músicos sólo pueden acudir a dar conciertos, pero no a
formarse y prepararlos. Curiosamente presumimos de tener una población con una
gran cultura musical y una cartelera de conciertos digna de los países más avanzados.
Pero los profesionales por lo visto vienen en cartones, como la leche y los
huevos en las grandes urbes. A las vacas y a las gallinas, ni se las conoce ni
se las espera.
Por ende, existe una Ley del Ruido que establece las franjas
horarias y los decibelios que no se pueden ni deben sobrepasar. Me consta que
salvo raras excepciones todos los músicos respetan esos márgenes. Pero a los
vecinos quisquillosos les generan ansiedad, daños sicológicos irreparables y
secuelas síquicas irreversibles. ¿No será que eso lo traen ya del trabajo y de
la calle? O a lo mejor a quien hay que aislar es a ellos entre vacas y gallinas
para que sepan de dónde vienen la leche y los huevos.
La cultura musical, como todas las artes, tiene mucho que
ver con la cultura de la tolerancia.
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