sábado, 3 de marzo de 2007

uno de enero

CADA uno de enero de los últimos
años nos depara una nueva sorpresa.
Hace tiempo, cada uno era dueño de sí
mismo, de sus grandes vicios y sus pequeñas
virtudes, y se administraba como
buenamente le parecía. Lo dicho,
cada uno de enero se hacía un propósito
de enmienda. Era como si con la Navidad
llegaran las luces, los regalos, el
convencimiento de dejar de fumar,
adelgazar, hacer vida más sana y…
hasta comenzar a hacer ejercicio, más
comúnmente conocido como deporte.
Y al tiempo que las luces se hacían las
sombras. Se volvía a pecar el día dos
del mismo mes y del mismo año.
Como en la confesión de toda la vida,
esa que se hacía en un lateral sombrío
del interior de la iglesia; una zona de
sombra a la que uno se acercaba casi
furtivo escudriñando todo el templo por
si alguien te veía y te reconocía como
pecador. El rito era en una casetilla en
la que “él” entraba por la puerta principal
y tú sólo tenías derecho a arrodillarte
por un costado y susurrar con voz
compungida. Era un tipo vestido de negro
al que conocías perfectamente, y él
a ti, aunque preferíais los dos un tratamiento
más distante, a través de cortinilla,
y con voz ajena al diálogo normal,
más profunda, más espiritual y temblorosa.
Una celosía separaba las palabras
de inspiración divina de las que expresaban
en toda su crudeza los pecados
terrenales.
Siempre he pensado que era una artimaña
perfectamente estudiada para no
tener que verse las caras a la semana siguiente
para decir lo mismo y escuchar
lo de siempre: Pecado, penitencia y
reincidencia. Igual que cada uno de
enero, pero en versión semanal.
Resulta que en los últimos unos de
enero nos han ido cercenando la posibilidad
de la reincidencia y por lo tanto
del placer de pecar de nuevo. Ya no administramos
nuestros vicios porque se
nos imponen lo que la Administración
considera virtudes. Da igual que me haga
el propósito de dejar de fumar. Ya no
me dejan hacerlo en ningún sitio. Da
igual que piense en hacer régimen para
luego saltármelo, porque me amenazan
con no atenderme en la Seguridad Social
por ser negligente conmigo mismo.
Da igual que me prometa no dar un cachete
a mis hijos aunque se lo merezcan.
Si lo hago acabo en la cárcel.
Ya no tengo opciones para tratar de
mejorar. Todo es “así o asau”.
La verdad es que estaba hace días
pensando en todo este tipo de “chorradas”
mientras tomaba un café en un bar.
Esperaba a un amigo. Me fijé en la máquina
del tabaco. Estaba apagada. Llegó
un hombre al que no conocía y le pidió
al camarero que le encendiera la
maquinita para sacar una cajetilla.
“Otra chorrada que han impuesto
desde el uno de enero” –pensé– “para
que los adolescentes no puedan fumar”.
Mientras hacía esta reflexión comencé
a escuchar una especie de estruendo
acompañado de una multitud de lucecitas
de colores. Era la tolva de la máquina
tragaperras. Se estaba liberando de
un peso importante y arrojaba las monedas
hacia una especie de panza abierta,
mientras un joven adolescente las
iba sacando a puñados para dejarlas sobre
el mostrador, contarlas, cambiarlas
por billetes y largarse. El chaval no pasaría
de los quince años. Esa vez se fue
sin poder comprar tabaco, pero con el
bolsillo lleno.
La máquina tragaperras siguió encendida,
la máquina del tabaco apagada,
y yo perplejo.
¿… …?
¿Uno de enero?

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