No pretendo desvelar a nadie que las relaciones entre padres e hijos son difíciles. Para que sean fluidas, sensatas, razonables y carentes de cierta dosis de incomprensión exigen unos decodificadores todavía no inventados. Seguramente porque no existen. Cada cual vive su experiencia y desarrolla sobre la marcha su capacidad de improvisación. Y lo curioso es que no se trata de aprender de la experiencia ajena, sino de la propia. Todos los que somos padres hemos sido hijos y no entendíamos a nuestros padres ni sabemos entender a nuestros hijos. Es una curiosa ley de la naturaleza, una especie de maldición generacional que no acabamos de superar.
No trato en ningún caso de dramatizar y mucho menos de meter a todos en el mismo saco. En esto, como en todo, habrá padres que teoricen sobre la excepcionalidad de su caso, sobre la fluida línea de comunicación paterno-filial que tienen establecida. Otra cosa sería si les preguntásemos a sus hijos.
Tengo un hijo adolescente con el que mantengo mis “tiras y aflojas” con más tendencia a la tensión que a la distensión. Hace un tiempo decidí intentar nuevas alternativas para ver si mejoraba la cosa. Le regalé un libro especial con todas las páginas en blanco, salvo la primera en la que incluí una dedicatoria: “Espero que me lo regales tú a mí dentro de un año con todas las historias que me quieras contar. Las que no quieras contar puedes dejar el espacio en blanco, con un pequeño título, para que yo pueda interpretarlas”.
Fueron transcurriendo los meses y nuestras relaciones seguían en la misma línea. Llegué a pensar que se había olvidado del libro o que lo habría utilizado para cualquier otra cosa ajena a lo que yo esperaba. Con el tiempo, yo mismo me olvidé del asunto.
Pero un día de esos rutinario, que nunca pasaría a la historia personal de nadie, llegué a casa y me vi gratamente sorprendido. Sobre la mesilla de mi habitación había un envoltorio de regalo con un adhesivo en el que se podía leer la frase “para aita”. Era evidente que se trataba de un libro. Abrí el envoltorio y automáticamente ese día paso a ser especial para mi. Era “el libro”. Dudé antes de abrirlo y me deleité por unos instantes recordando el día en que se lo había regalado. Puede que el experimento haya funcionado, pensé.
Abrí la tapa y me encontré con la dedicatoria que yo había escrito. Pasé página y sólo había una palabra: “Hola”.
Fui recorriendo una a una, primero lenta y después rápidamente, las ciento veinte páginas. Estaban todas en blanco. Salvo el “Hola” inicial.
¿Vamos a dejar –pensé- tantas páginas vacías en nuestra vida?
Esa misma noche me puse a llenar las páginas con mis pensamientos y mis sentimientos y dejé espacios en blanco con su pequeño título. En unos días se lo volveré a regalar.
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