HASTA que naces a lo que la
sociedad llama el uso de razón,
todo es pecado venial
¡Bendita inconsciencia! Disfrutas
de tu niñez, matas lagartijas
por puro placer, te peleas
con tus amigos, pegas
una pedrada a una farola y…
si te pillan…. tu penitencia se
reduce a unos cuantos azotes
de tu madre, por romper la farola,
y a una bronca de tu padre…
porque te han pillado.
Pero llega un día en el que
haces la comunión. Ahí, se
acabó la amnistía. Todo lo
que era perdón por no tener
todavía la razón en activo se
convierte en penitencia, en
una pendiente lastrada hacia
la senda del infierno. Una
cuesta abajo que, a medida
que pasan los días, es más
cuesta arriba. Y así para toda
la vida. Sólo que antes la razón
la teníamos que empezar
a usar a los siete años y ahora
se le aplica una moratoria que
te permite vivir sin pecar hasta
los nueve o diez. Designios
de la madre iglesia.
Esa es la señal. Empiezas a
pecar sin posibilidad de redención;
a aplicar a la vida lo
que dicta la norma. Tarea tremendamente
difícil.
Después llega la universidad
donde, por lo visto y oído,
la teoría memorizada tampoco
se parece en nada a la
realidad laboral con la que te
das de bruces. Pero no queda
más remedio que improvisar
aplicaciones prácticas que
van reubicando cada pieza en
su molde.
Todas estas etapas de conocimiento
importado van, a su
vez, cimentando en nosotros
un cuerpo de principios de
elaboración propia, con más o
menos contribución ajena,
que abanderamos siempre
que se nos presenta la ocasión.
Teorizamos sobre la libertad
de sexo o religión, sobre
la solidaridad con los pueblos
oprimidos, la insensatez
del racismo o sobre la igualdad
de derechos entre homosexuales
y heterosexuales.
Hasta que un día se le ocurre
a alguien que todos esos principios
deben formar parte de
un cuerpo de Ley. Es decir,
que nuestro vecino homosexual,
ese que nos cae simpático,
estará legalmente casado
y podrá tener hijos. El candor
en el que se refugian los principios
para proclamar el derecho
a lo “imposible” se ve
violentado. Nos mete en una
trampa moral de la que no sabemos
salir. Hemos reivindicado
un derecho genérico que
ahora se cuela en nuestro vecindario.
La realidad se impone
y la teoría se tambalea. Como
la vida misma.
Como dice un amigo mío,
la fe y la esperanza nos salen
gratis a todos y además nos
reconfortan el espíritu. Pero
la caridad… la caridad es otra
cosa. Para aplicarla hay que
mojarse y además cuesta dinero.
jueves, 3 de agosto de 2006
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