Hemos vivido tiempos en los que el vértigo, el estrés, los cambios tecnológicos a la velocidad de la luz y, en general, toda nuestra cotidianeidad discurría en una aceleración continua. El tiempo, capataz implacable que nos ordenaba la vida y reducía a mera anécdota las relaciones humanas reposadas, nos ha estado tiranizando con la crueldad de Saturno. Horarios laborales pautados, vida familiar caótica, reposo alterado y tiempo cero para la reflexión.
Todo parecía una espiral infinita, de gravedad cero, sin solución de continuidad. El teletrabajo era una especie de “coco” para los empresarios taimados, recelosos de abonar sueldos sin garantía de productividad; las reuniones con los profesores de nuestros hijos se concertaban con la picaresca de inventarse una visita al médico o un catarro repentino que nos impedía ir a trabajar. Todo para que no pareciera que nuestra vida personal interfería en nuestras obligaciones laborales. Y desde luego nunca lunes o viernes, dos días bajo sospecha de incentivar el absentismo laboral. Incluso nuestra vida familiar, nuestras relaciones en casa, estaban supeditadas a los deberes, la elaboración de la agenda para el día siguiente o las preocupaciones por la compra para mantener la nevera con unos mínimos dignos. Todo un bucle consuetudinario.
Hasta que en una semana, sin cita previa, todo nuestro mundo se pone patas arriba. El “apocalipsis” aparece como esas galernas de los veranos tórridos que se ven en la lejanía y nos alcanzan antes de llegar a cubierto.
De la incredulidad inicial pasamos al miedo, del miedo al pánico, de este a la histeria obsesiva por acumular alimentos y, una vez confinados, vuelta a la incredulidad por una situación ni de lejos soñada. Aquí comienzan los interrogantes individuales y a la vez coincidentes con el resto de la sociedad. Son muchos e imposibles de enumerar. Es tiempo para la reflexión. Las preguntas que nos hacemos sobre el cómo hemos llegado a esto, no sólo por la pandemia sino por nuestra forma de vida y nuestro rol como sociedad, son importantes, muy importantes para el futuro que nos espera el día después. Pero es mucho más importante que esas reflexiones colectivas tengan respuestas también colectivas. A veces es bueno llegar al punto de partida. Y si no es así, tratar de reinventarlo. Lo dicho… tiempo de reflexión.
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