jueves, 3 de agosto de 2006

nuestro "alter ego"

ME ha pedido mi hijo que le
compre varios botes de spray
de colores para decorarse el
pelo de una forma psicodélica.
Sólo duda entre mezclar el azul
con el naranja o el naranja con
el verde fosforito. Tienen una
fiesta en el colegio y por lo
visto quiere llamar la atención.
O quizá no quiera llamar la
atención y por eso quiere ir a
tono con el resto de sus colegas
para no parecer el raro. Nunca
he entendido esa manía de la
gente de no querer ser lo que
se es en determinados
momentos, siempre asociados
a las fiestas o acontecimientos
especiales.
Está claro que la gente se
disfraza porque quiere romper
temporalmente con algo.
Posiblemente la pura rutina.
Pero lo que me parece más
digno de estudio es hacia
dónde dirige cada uno sus
preferencias a la hora de
transformarse. No se si a lo
que les gustaría ser o a lo que
en ningún caso estarían
dispuestos a llegar.
Recuerdo que en mi infancia
las preferencias iban hacia los
trajes de vaqueros, princesas,
centuriones romanos o, a lo
sumo, de bruja piruja.
Después, en la adolescencia,
las chicas se disfrazaban de
chicos y los chicos de corista.
Es cierto que esta tendencia
persiste hoy en día en muchos
adultos y adultas. Hasta ahí
todo me parece normal. Pero es
que los disfraces de ahora,
salvando a la tierna infancia
que siempre opta por los
personajes del último estreno
cinematográfico de la Disney,
buscan la extravagancia de
diseño propio, de autor. En
realidad no se quieren parecer
a nada ni a nadie, salvo a su
propia creación. Se recrean en
su álter ego.
Eso me hace pensar que ni
los sueños son lo que eran.
Parece que ahora nadie quiere
ser carpintero, ni bombero, ni
misionero, ni salvar al mundo,
ni siquiera rescatar princesas.
Todos quieren ser lo que
aparentan y lo que son. Con
diseño propio. Quieren ser de
la tribu pero no indios de base.
El penacho del jefe lo llevan
todos, cada uno en su estilo,
pero todos jefes.
Me gustaría que un
psicólogo me explicara el
intríngulis de estas actitudes; si
es un simple juego inocente,
una actitud lúdica o la versión
Mr. Hyde que cada uno lleva
dentro.
Yo, por si acaso, cuando
observo ciertas actitudes en las
personas de mi entorno
profesional y de amigos, nunca
pienso hasta dónde quieren
llegar, sino de qué se disfrazan
en sus ratos de ocio.
Creo que tengo que estudiar
con más atención la vertiente
psicodélica de mi hijo. Porque
el traje de vaquero no lo quiere
ni ver.

realidades

HASTA que naces a lo que la
sociedad llama el uso de razón,
todo es pecado venial
¡Bendita inconsciencia! Disfrutas
de tu niñez, matas lagartijas
por puro placer, te peleas
con tus amigos, pegas
una pedrada a una farola y…
si te pillan…. tu penitencia se
reduce a unos cuantos azotes
de tu madre, por romper la farola,
y a una bronca de tu padre…
porque te han pillado.
Pero llega un día en el que
haces la comunión. Ahí, se
acabó la amnistía. Todo lo
que era perdón por no tener
todavía la razón en activo se
convierte en penitencia, en
una pendiente lastrada hacia
la senda del infierno. Una
cuesta abajo que, a medida
que pasan los días, es más
cuesta arriba. Y así para toda
la vida. Sólo que antes la razón
la teníamos que empezar
a usar a los siete años y ahora
se le aplica una moratoria que
te permite vivir sin pecar hasta
los nueve o diez. Designios
de la madre iglesia.
Esa es la señal. Empiezas a
pecar sin posibilidad de redención;
a aplicar a la vida lo
que dicta la norma. Tarea tremendamente
difícil.
Después llega la universidad
donde, por lo visto y oído,
la teoría memorizada tampoco
se parece en nada a la
realidad laboral con la que te
das de bruces. Pero no queda
más remedio que improvisar
aplicaciones prácticas que
van reubicando cada pieza en
su molde.
Todas estas etapas de conocimiento
importado van, a su
vez, cimentando en nosotros
un cuerpo de principios de
elaboración propia, con más o
menos contribución ajena,
que abanderamos siempre
que se nos presenta la ocasión.
Teorizamos sobre la libertad
de sexo o religión, sobre
la solidaridad con los pueblos
oprimidos, la insensatez
del racismo o sobre la igualdad
de derechos entre homosexuales
y heterosexuales.
Hasta que un día se le ocurre
a alguien que todos esos principios
deben formar parte de
un cuerpo de Ley. Es decir,
que nuestro vecino homosexual,
ese que nos cae simpático,
estará legalmente casado
y podrá tener hijos. El candor
en el que se refugian los principios
para proclamar el derecho
a lo “imposible” se ve
violentado. Nos mete en una
trampa moral de la que no sabemos
salir. Hemos reivindicado
un derecho genérico que
ahora se cuela en nuestro vecindario.
La realidad se impone
y la teoría se tambalea. Como
la vida misma.
Como dice un amigo mío,
la fe y la esperanza nos salen
gratis a todos y además nos
reconfortan el espíritu. Pero
la caridad… la caridad es otra
cosa. Para aplicarla hay que
mojarse y además cuesta dinero.

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