Vaya por
delante que tengo tres hijos y como todos los padres he tenido que utilizar
mucho ingenio para neutralizar los berrinches de los primeros meses de vida de
cada uno de ellos. A veces conseguía pequeñas victorias que me permitían
encarar el futuro con optimismo. Pero el principio de realidad se imponía. Lo
que sirvió para el primero resultaba ineficaz para el segundo y completamente
inútil para el tercero. Era como si ellos también acumularan la experiencia de
sus hermanos mayores.
He visto
a muchos padres y madres llegar a unos niveles de desesperación que rayaban con
la histeria. He conocido a progenitores que se pasaban las noches dando vueltas
con el coche y el bebé a bordo. Por la mañana eran zombis que iban al trabajo a
descansar. El colmo de la sofisticación lo presencié en casa de unos amigos.
Cuando el bebé entraba en barrena colocaban el moisés sobre la lavadoras y la
arrancaban en modo centrifugado. Las revoluciones que alcanzaba aquel artilugio
sometían a tal meneo al pequeño que su resistencia acababa en derrota. Ese me
pareció un avance significativo con respecto a otras técnicas más
tradicionales, aunque quizá un poco molesto para el vecindario. En fin, cada
cual se buscaba la vida como podía, se compartían experiencias con resultados
inciertos.
Hace ya
muchos años que pasé por esa fase y casi se me había olvidado lo persistente
que puede ser un bebé. Pero hace unos días, mientras conversaba con una pareja
de vecinos, observé algo inaudito. Su pequeño, de apenas tres meses, entró en
esa fase en la que están muertos de sueño pero se resisten a caer. El resultado
fue el esperado, comenzó a llorar y a gritar desconsoladamente. Cundió la
alarma entre todos los presentes, menos en el padre de la criatura que no se
inmutó. Siguió hablando con normalidad mientras sacaba su móvil del bolsillo.
Lo colocó en la cabecera del cochecito del bebe justo al lado del oído de este
y activó una app que comenzó a emitir un sonido extraño aunque familiar. El
niño enmudeció al instante y el padre siguió hablando como si nada.
Evidentemente todos preguntamos cómo había obrado el milagro. Volvió a coger el
teléfono y nos dio a elegir entre varios “sonidos blancos”: Una aspiradora, un
secador de pelo, una lavadora, los latidos de corazón, un ventilador, un coche
en marcha, el sonido de una ducha, el golpeo de las gotas de lluvia sobre los
cristales de la ventana, una radio antigua desintonizada o el sonido de una
caja registradora antigua.
Sinceramente
me pareció la versión digital del viejo truco de la centrifugadora. Veo que el
llanto de los bebés sigue siendo una preocupación hasta para las nuevas
tecnologías.