Nada más lejos de mi intención que
decirles a los responsables de las áreas culturales de Bilbao cómo hacer su
trabajo. Pero me aferro a esa nueva y sana moda de la participación ciudadana
en la gestión de las instituciones, aunque la última palabra la tengan estos
organismos. De ahí mi osadía para hacer una propuesta que posiblemente
enriquecería nuestro patrimonio cultural colectivo, socializaría aún más el
mundo del arte, sin tener que pasar por taquilla, y estimularía una dinámica de
calidad y dinamismo en la calle y entre
los ciudadanos, no sólo como reclamo para acceder a los museos sino como
espectáculo público y de ciudad en movimiento.
El Guggenheim alberga innumerables
obras de arte en su interior, programa exposiciones clásicas y vanguardistas y
nos acerca cada temporada grandes tesoros de la historia, de la creación
humana, de la genialidad de los espíritus rebeldes. Pero también existe un
continente majestuoso y soberbio que constituye por sí mismo una obra de arte
de carácter universal, reconocible y reconocido. Un gigante de titanio moldeado
por la necesidad de Bilbao de resurgir del polvo del hierro y la visión de un
genio que supo interpretar el paisaje, el carácter y el espíritu sensible y
aventurero de la villa. Un buque insignia sin el que Bilbao ya no sería lo
mismo. Tampoco el museo sería lo mismo si no estuviera en Bilbao.
Pero el Guggenheim tiene una serie de
satélites que por sí mismos, uno a uno, constituyen todo un universo creativo.
Nadie concibe el museo sin su perro guardián Puppy, amable con los visitantes,
sonriente, primaveral todo el año y posiblemente el photocall más colorido y solicitado
de Bilbao. Nadie escapa al imán de su encanto ni a la tentación de la foto.
Pero si Puppy custodia la entrada no es menos desdeñable la presencia de la
araña Mummy al borde de la ría. Esbelta, protectora, escurridiza y discreta,
refleja también un universo de sensaciones difíciles de trasladar a palabras
pero que reconfortan el espíritu.
Se han cumplido ya 20 años desde el
denominado “milagro”, que no es otra cosa que visión, compromiso, esfuerzo y
trabajo constante. Y en ese vigésimo aniversario hemos tenido la oportunidad de
deleitarnos durante cuatro días con lo que algunos llaman espectáculo y que
para mí es una obra de arte. Una obra de arte que a través de imágenes
dinámicas, armónicas, a veces transgresoras y por momentos fulgurantes, con un
lirismo envolvente y cautivador, ha dotado de vida a un edificio que expresa
mucho pero permanece inerte, varado en la propia ría. El Guggenheim merece
tener en su colección permanente ese universo de color y sonido que le dé, cada
día o cada semana, vida social exterior e interactúe con la ciudad. Esa es mi
propuesta ciudadana.
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