Mientras ese gigante burocrático que llamamos Comunidad Europea
negocia en sus estructuras cómo afrontar de forma legal la mayor crisis
humanitaria de la historia, el espíritu que inspiró a sus creadores se va
marchitando entre alambradas, egoísmos, frustraciones y … personas condenadas y
confinadas en campos de concentración por “delitos” como huir del hambre y de
las guerras, de la muerte y la opresión.
Los conceptos de igualdad y derechos humanos, de unión y
solidaridad, de humanismo y libertad se diluyen en las supuestas negociaciones
entre nuestros grandes líderes hasta quedar reducidos a términos
despersonalizados propios de administraciones bananeras más preocupadas de su
estabilidad que de los ciudadanos a los teóricamente representan. Las personas
pasan a agruparse en cuotas, permisos, visados y nacionalidades hasta llegar a
la más perversa de las diferenciaciones: refugiados de guerra o refugiados del
hambre. Todo en nombre del orden y del bienestar de los que viven fronteras
adentro.
Está claro que las tensiones y los intereses sumergidos que
persisten más de sesenta años después de idearse e iniciarse el proceso de un
nuevo orden políticos europeo siguen siendo barreras infranqueables. Y más
infranqueable aún la convivencia entre las élites políticas y burocráticas y
una opinión pública desafecta con sus instituciones tan asépticas y
mercantilistas que obvian la ontología de sus ciudadanos. Esta no es la Europa
que queremos.
El holandés Luuk van Middelaar tuvo hace años la lucidez de hacer
una resonancia magnética a la historia de la construcción europea desde sus
inicios hasta prácticamente lo que hoy conocemos. Desde mi punto de vista el
resultado es desolador. Hemos construido tres Europas: la de los ciudadanos, la
de los Estados y, finalmente, la de los despachos. Es decir, la de la
burocracia. Las tres coincidentes en el proyecto originario, pero totalmente
divergentes en los intereses. La idea primigenia, surgida de la necesidad de superar
los grandes conflictos bélicos de la primera mitad del siglo XX, de
universalizar los derechos humanos, de buscar la solidaridad entre los pueblos,
se ha ido destilando en los despachos hasta perder toda su componente social y
reducirse a intereses mercantilistas puros y duros.
Hasta que la Europa de los ciudadanos, de la solidaridad y de los
derechos universales no se imponga a los estados y, sobre todo, a los
despachos, los refugiados seguirán pasando hambre y miseria en las fronteras.
Hemos vendido una idea humanista de una “vieja Europa” que no existe. En
Idomeni ya lo han descubierto.