miércoles, 1 de enero de 2014

más cultura de la tolerancia

HE seguido con cierta zozobra el juicio que se ha celebrado contra una joven pianista condenada por el vecindario y a punto de ser condenada por lo que llaman justicia. Le pedían nada menos que siete años de reclusión por ejercitarse en casa con el instrumento para llegar a ser una buena profesional. Evidentemente ningún estudiante acaba una carrera superior si solo le dedica las horas lectivas contempladas en el itinerario académico. El tesón, la disciplina y el compromiso con ellos mismos les exige un esfuerzo adicional que traza la línea de futuro entre los buenos y los malos profesionales. Pero claro, los que estudian música meten “ruido”.
Esa vista ha mantenido en vilo a cientos de padres de Euskadi, y a miles de vecinos taimados que sopesaban el momento de abalanzarse sobre esa presa que perturba el bullicio humano latente en cualquier vecindario. Porque lo que se dice silencio no es precisamente lo que más abunda en las comunidades.
Todos, estudiantes, padres y vecinos esperaban el desenlace, pero con intereses contrapuestos. Por lo visto se habían agotado las vías del diálogo y la negociación de horarios, y los márgenes de tolerancia habían llegado ya al borde del precipicio, donde sólo queda dar el paso atrás o la caída al vacío. Ni los vecinos pueden cambiar de casa ni los estudiantes van a abandonar una vocación que quieren convertir en profesión. Difícil papeleta para un juez.
El desenlace de esta causa, profusamente difundida por los medios, podía haber desencadenado una cascada de pleitos que pusieran en tela de juicio una de las artes más nobles que ha creado el hombre. Porque hoy por hoy los estudiantes de música no tienen ninguna alternativa para ensayar que no sean los propios centros lectivos en los que las aulas son escasas. A los estudios deben sumarse las habilidades técnicas que exigen de por vida horas y horas de ensayo. Las aulas de cultura de los pueblos vascos tampoco disponen de espacios adecuados.
Los músicos sólo pueden acudir a dar conciertos, pero no a formarse y prepararlos. Curiosamente presumimos de tener una población con una gran cultura musical y una cartelera de conciertos digna de los países más avanzados. Pero los profesionales por lo visto vienen en cartones, como la leche y los huevos en las grandes urbes. A las vacas y a las gallinas, ni se las conoce ni se las espera.
Por ende, existe una Ley del Ruido que establece las franjas horarias y los decibelios que no se pueden ni deben sobrepasar. Me consta que salvo raras excepciones todos los músicos respetan esos márgenes. Pero a los vecinos quisquillosos les generan ansiedad, daños sicológicos irreparables y secuelas síquicas irreversibles. ¿No será que eso lo traen ya del trabajo y de la calle? O a lo mejor a quien hay que aislar es a ellos entre vacas y gallinas para que sepan de dónde vienen la leche y los huevos.
La cultura musical, como todas las artes, tiene mucho que ver con la cultura de la tolerancia.

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