CREO que la oferta cultural del país está más o menos a la
altura de las circunstancias en estos meses del solsticio más esperado del año.
Bendita época estival en la que nos quitamos la cuadrícula de la vida gris marengo,
nos despojamos del traje de rayas laboral y nos volvemos un poco peliculeros
californianos en las costumbres.
Pantalón corto, chanclas, cervecitas y anarquía horaria. El
sol y el buen tiempo obran milagros en el cuerpo y el espíritu. Es cuando más disfrutamos
de nuestro tiempo o simplemente pasamos de el por qué no nos agobian las
urgencias horarias. Particularmente soy, desde mi más rebelde adolescencia, un
enamorado del blues y del jazz. Y soy de los pocos privilegiados
que coincide con su hijo, treinta y cinco años más joven, en los gustos
musicales. Mis colegas eran más rockeros pero nunca hubo la más mínima
fricción. Cada cual a lo suyo con su cada quien.
Tengo pues unos gustos musicales con cierta raigambre que no
son precisamente estacionales. No coinciden con solsticios ni modas, con grupos
ni con nuevas tendencias. Forman parte de una cultura que, como todas, necesita
casi “el pan nuestro de cada día”. Y si esto es pedir demasiado, al menos una
vez a la semana o cada quincena. O si quieren, cada mes.
Admiro la efervescencia musical de estos días, ese
concentrado de grupos, lugares y estilos para todo tipo de tribus urbanas,
tribus rurales, tribus y hasta lobos solitarios. Pero me resisto un poco a los
empachos porque, entre otras cosas, afectan negativamente al páncreas, no
permiten degustar con fruición las exquisiteces y no dan tiempo a regurgitar lo
escuchado para valorarlo en toda su dimensión. Tenemos festivales de jazz en
Getxo, Gasteiz y Donostia, todos ellos con figuras de primera línea mundial.
Además de las programaciones de otros pueblos y ciudades.
Todo ello apenas en un mes. Son una sucesión sucesiva de delicatessens
que nos desbordan. Salvo los más afortunados, apenas tenemos tiempo ni
dinero para satisfacer nuestra melomanía. Yo al menos no puedo estar todo un
mes de gira por Euskadi. Y el que puede, los escucha todos. Pero luego que...
Echo de menos una programación más ordenada y escalonada en
el tiempo. Particularmente no me importaría, y creo que a nadie, escuchar a
Chick Corea y a Paco de Lucía en pleno febrero; ni a Diana Krall en noviembre. Creo
que ese placer no está intrínsecamente ligado al verano. No me importaría que
convivieran las dos programaciones aunque creo que por la importancia de las
figuras serían prácticamente excluyentes. Simplemente por decir algo... Los museos
programan exposiciones durante todo el año, la temporada de ópera tiene también
su propio calendario, las salas de exposiciones no se abarrotan de obras de
arte de diferentes autores.
Cada genio tiene su espacio, su tiempo, su público y su
momento de gloria tanto para él como para sus admiradores. No se genera una
inflación que acabe por devaluar lo artístico y la mística que genera cada
autor en su parroquia. El resto del año también existe y el público es fiel
independientemente de la época. Al margen de las programaciones locales,
siempre de agradecer, también se necesitan momentos de placer espiritual y
musical, con figuras de primera línea, en medio de nuestro periodo gris
marengo.