lunes, 1 de junio de 2020

desbrozar nuestro entorno

No hay nada como estar encerrado para valorar la libertad. No es nada nuevo que siempre echamos en falta lo que no tenemos y apenas apreciamos lo que nos rodea y está a nuestro alcance. El confinamiento, que nos ha inoculado a todos un proceso de reflexión obligada por el miedo, ha provocado en todos nosotros una mutación de valores y la recuperación colectiva de un gen solidario que sólo aparece en las grandes catástrofes. Pero a esa pulsión social solidaria hay que añadirle el elemento personal. Hemos iniciado un proceso de introspección para desbrozar nuestro entorno, nuestros comportamientos, nuestros hábitos, el sentido de nuestra cotidianeidad y nuestras relaciones, nuestro compromiso intergeneracional tanto con nuestros mayores como con el futuro de nuestros hijos.

Hemos sufrido un cortocircuito inesperado que ha apagado muchas de las luces de la vida social que más brillaban y ha dejado al descubierto las más tenues y cálidas candilejas que permanecen siempre para iluminar el camino. Lo que todavía no sabemos es si el fenómeno será pasajero de tránsito en nuestra conciencia o se instalará en esta ocupando el lugar que siempre le ha correspondido. Es una incógnita similar al proceso que la ha provocado: El COVID-19.

Tengo mis dudas. El comportamiento de los ciudadanos cuando nos tenían embridados en nuestros establos de ciudad era en líneas generales modélico. Pero cuando las bridas han aflojado un poco he visto muchas reacciones, sobre todo entre algunos jóvenes, que parecen amnistiados por la ciencia para no padecer el mal, que se han lanzado desaforadamente a las calles y plazas sin respetar las más mínimas normas de convivencia ni considerar la fragilidad del prójimo. Pero veo también las reacciones de muchos ciudadanos, también jóvenes, ante estos desmanes. Por eso sigo teniendo mis dudas.

No obstante, fruto de la situación, hay un fenómeno que me ha llamado poderosamente la atención. La vocación de eremitas que ha surgido entre muchos ciudadanos y familias de grandes ciudades que planifican un éxodo a los pueblos de la periferia en busca de espacio vital, verde, de luz solar y penumbra estelar. Los grandes núcleos que antes eran nichos de oportunidad ahora ahogan cuando la vida se reduce a cuatro paredes de ladrillo sin más horizonte que la vivienda del vecino ni más luz nocturna que la farola junto al portal. Ahora me pregunto si el coronavirus, además de todas las desgracias que ha traído no se habrá convertido también en parte de la solución a la España vacía.

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