martes, 2 de enero de 2018

la gran carencia de nuestro tiempo

Empezamos bien el año. El todopoderoso Donald Trump anuncia recortes en sus aportaciones a la ONU porque no le ríen la gracia de reconocer a Jerusalen como la capital de Israel. Tiene narices el empecinamiento de este señor por hurgar en todas las heridas del mundo. Los millones de huidos de países en guerra siguen deambulando por las fronteras exteriores de Europa como extras involuntarios de walking dead. No sabemos cuantas temporadas tendrá esta macabra serie, pero sí sabemos que no es ficción sino drama y vergüenza para todos. ¿Sabe alguien a estas alturas cuántos son y por dónde andan? ¿Qué ha sido de ellos? Seguramente no. Estamos a otras cosas. La economía de la zona euro se recupera, el divorcio de los británicos con el continente pende de los desacuerdos económicos, la caja española de las pensiones está prácticamente liquidada, los riesgos de debacle electoral alimentan promesas de incremento del salario mínimo interprofesional, los catalanes juegan su batalla política por la economía… En síntesis, todo por la pasta. Hasta los sistemas educativos se han transformado para encadenar profesionales al servicio de la economía y las necesidades de los mercados antes que personas críticas, solidarias y con libertad de pensamiento. Porque esto último sólo lo aporta una formación sólida en humanidades. Y esa es la gran carencia de nuestro tiempo, el desarrollo humano, el conocimiento como herramienta de pensamiento que nos permita humanizar nuestros objetivos, las economías y los mercados más allá del mero afán de crecimiento. El crecimiento como personas, no como incremento patrimonial. Anteponer lo crematístico a lo ético es precisamente la gran pandemia de este siglo, la satisfacción individual por encima del bien colectivo.
Ese concepto de sostenibilidad inventado por el marketing empresarial está pervertido de origen. No se trata de revertir los excedentes de nuestros beneficios, lo que nos sobra, sino de compartir lo que tenemos para construir colectividades sociales más justas e igualitarias. Una formación humanista en valores, en justicia social, difícilmente nos permitiría convivir con el drama del Mediterráneo, con los indigentes que habitan los bancos y puentes de nuestras ciudades, con las carencias de nuestros vecinos en paro, con los refugiados itinerantes sin rumbo fijo porque se les cierran las puertas de nuestros hogares por temor al contagio. Nosotros empezamos cada año con las uvas y el cava. ¿Cómo y dónde empiezan ellos? Igual que lo acabaron. No se sabe.

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Todos los caminos en la vida son sinuosos. No hay líneas rectas para avanzar porque los obstáculos surgen estratégicamente. La propia exis...