Empezamos bien el año. El todopoderoso Donald Trump anuncia recortes
en sus aportaciones a la ONU porque no le ríen la gracia de reconocer a
Jerusalen como la capital de Israel. Tiene narices el empecinamiento de este
señor por hurgar en todas las heridas del mundo. Los millones de huidos de
países en guerra siguen deambulando por las fronteras exteriores de Europa como
extras involuntarios de walking dead. No sabemos cuantas temporadas tendrá esta
macabra serie, pero sí sabemos que no es ficción sino drama y vergüenza para
todos. ¿Sabe alguien a estas alturas cuántos son y por dónde andan? ¿Qué ha
sido de ellos? Seguramente no. Estamos a otras cosas. La economía de la zona
euro se recupera, el divorcio de los británicos con el continente pende de los
desacuerdos económicos, la caja española de las pensiones está prácticamente
liquidada, los riesgos de debacle electoral alimentan promesas de incremento
del salario mínimo interprofesional, los catalanes juegan su batalla política
por la economía… En síntesis, todo por la pasta. Hasta los sistemas educativos
se han transformado para encadenar profesionales al servicio de la economía y
las necesidades de los mercados antes que personas críticas, solidarias y con
libertad de pensamiento. Porque esto último sólo lo aporta una formación sólida
en humanidades. Y esa es la gran carencia de nuestro tiempo, el desarrollo
humano, el conocimiento como herramienta de pensamiento que nos permita humanizar
nuestros objetivos, las economías y los mercados más allá del mero afán de
crecimiento. El crecimiento como personas, no como incremento patrimonial.
Anteponer lo crematístico a lo ético es precisamente la gran pandemia de este
siglo, la satisfacción individual por encima del bien colectivo.
Ese concepto de sostenibilidad inventado por el marketing
empresarial está pervertido de origen. No se trata de revertir los excedentes
de nuestros beneficios, lo que nos sobra, sino de compartir lo que tenemos para
construir colectividades sociales más justas e igualitarias. Una formación
humanista en valores, en justicia social, difícilmente nos permitiría convivir
con el drama del Mediterráneo, con los indigentes que habitan los bancos y
puentes de nuestras ciudades, con las carencias de nuestros vecinos en paro,
con los refugiados itinerantes sin rumbo fijo porque se les cierran las puertas
de nuestros hogares por temor al contagio. Nosotros empezamos cada año con las uvas y el cava. ¿Cómo y dónde empiezan
ellos? Igual que lo acabaron. No se sabe.