DOS casos similares que se han dado a conocer en el intervalo de apenas diez días me han dejado perplejo y a la vez compungido. Uno de ellos ha dado la vuelta al mundo por la crueldad extrema que representa y, sobre todo, porque lo han grabado las cámaras de seguridad y ha podido ser difundido por las televisiones de todo el planeta. La historia, ocurrida en la provincia China de Cantón, es realmente espeluznante. Una niña de dos años es atropellada por una furgoneta que pasa hasta dos veces por encima del cuerpo de la pequeña que queda tendida en el asfalto. Dieciocho, sí, dieciocho personas pasan junto al cuerpo roto sin inmutarse. Las cámaras perciben de repente a un ser humano. Una mujer de edad avanzada recoge el cuerpo inerte y trata de socorrer a la niña trasladándola a un hospital. Entre las dieciocho personas, además del conductor, no había ningún invidente aunque sí muchos desalmados. Podría ser su hija, pero no lo es.
Las imágenes han dado la vuelta al mundo. El fallecimiento de la pequeña, dos días después, apenas mereció unas líneas en los diarios. Como no había imágenes, las televisiones lo obviaron. Unos días más tarde, en otra provincia China, un niño de cinco años fue atropellado por un camión cuyo conductor al ver que el pequeño seguía con vida trato de rematarlo.
Hizo otra pasada sobre el cuerpo inanimado y consiguió su objetivo. Era mejor negociar con sus padres una indemnización por el fallecimiento que pagar los gastos del hospital, mucho más gravosos para sus arcas.
Como no había transcurrido mucho tiempo desde el suceso anterior, y además de esto no había imágenes, el asunto se liquidó en los periódicos con un “breve”.
Posiblemente en días sucesivos se habrán repetido hechos similares pero, por reiterativos, han desaparecido hasta de los “breves”. Cuando sean miles los niños muertos en estas circunstancias aparecerán en las estadísticas oficiales de Tráfico. Pero sin historia personal, sólo un guarismo.
Parece que las tragedias no lo son tanto si los muertos no se cuentan por miles. Sólo así se remueven sentimientos y conciencias y se movilizan las ayudas humanitarias en un derroche de solidaridad interplanetaria.
Posiblemente los dieciocho “suecos” de Cantón y el transportista, lúcido en el cálculo de costes, hayan visto con horror las imágenes del terremoto de Haití o las más recientes de Turquía. Se han colado en su hogar a través de la televisión. Y hasta tendrán una mascota a la que adoran. Pero la calle es la calle y ahí estamos esperando a alcanzar de un momento a otro los siete mil millones de personas.
Y en esas magnitudes las personas sólo cuentan por millares o por millones. No queda espacio ni sentimiento para las particularidades. Creo que fue precisamente un sabio chino quien acuñó el aforismo de que una carrera de mil kilómetros empieza por el primer paso. Sin éste, nunca se llegará al final. Siete mil millones de personas son siete mil millones de individuos. Uno a uno.
martes, 1 de noviembre de 2011
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