lunes, 30 de octubre de 2006

Mississippi s. XIX d.c.

A estas alturas y después de
dos huracanes en poco más
de treinta días, creo que no es
novedad para nadie que al
gran valedor de occidente se
le ha inundado la trastienda
con un resultado catastrófico.
Porque el Sur es la gran trastienda
de Estados Unidos en
el que conviven unas pocas
joyas blancas con millones
de desconchados pucheros
negros. En el resto del país,
las desigualdades sociales
están más repartidas aunque
siempre inclinadas hacia la
parte más oscura de la población.
Pero el Sur, Louisiana y
Mississippi, son otra cosa.
Es la tierra del KKK, de las
grandes mansiones ajardinadas,
donde a los negros se les
negaba, con artimañas administrativas,
su derecho constitucional
al voto hasta bien
entrada la década de los sesenta;
donde una gran parte
de la población negra vive en
chabolas protegidas por árboles
centenarios. En el Sur
no hay que buscar extras en
África para filmar una película
de esclavos. Casi se podría
hacer a la inversa.
En el Sur se desafían las
teorías del mismísimo Einstein.
El tiempo no transcurre
a la misma velocidad que en
el resto del país. Las desigualdades
económicas son
extremas y van a más; las sociales
se mantienen imperturbables
al paso del tiempo.
Parece un pacto histórico
asumido con resignación por
los negros y mantenido por la
sutileza y el orgullo “aristocrático”
de los blancos.
A nadie ajeno a la amenaza
le ha preocupado todos estos
años la alerta lanzada por los
especialistas sobre la catástrofe
que se avecinaba. Los
diques de contención de las
zonas construidas bajo el nivel
del mar serían incapaces
de soportar el embate de las
aguas. Pero el Sur no es Nueva
York, ni Los Angeles. No
está en la costa Este ni en la
Oeste. Está al Sur, aunque
sea del mismísimo Estados
Unidos, un país tan grande
que tiene cuatro husos horarios
diferentes entre costa y
costa. Donde las catástrofes
se miden por las pérdidas
económicas y después por
las humanas.
Cuando uno toma un vuelo
desde la rica y poderosa California
hacia Nueva Orleáns o
Jackson siempre hay alguien
que pregunta a la llegada
cuánto hay que adelantar el
reloj. La respuesta es siempre
la misma: hay que retrasarlo
un siglo.
Quizá cuando lleguen al
siglo XX o XXI el presidente
Bush sí pueda enviar las ayudas
necesarias. Aunque a lo
mejor están ocupadas en derrocar
el régimen del planeta
Júpiter. Seguro que no queda
tan al sur.

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